miércoles, 4 de septiembre de 2019

Joyas literarias XXIV

A continuación incluyo un noveno fragmento de La Eneída de Virgilio, el poema épico donde se narran las asombrosas aventuras y desventuras del troyano Eneas, desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico de la enemistad de ambas ciudades:

"Entonces vi a todo Ilión ardiendo en vivas llamas, y revuelta hasta sus cimientos la ciudad de Neptuno, semejante al añoso roble de las altas cumbres, cuando, serrado ya por el pie, pugnan los labradores por derribarle a fuerza de hachazos; álzase todavía amenazante, y trémula en la sacudida copa, se cimbrea su pomposa cabellera; vencida poco a poco, al fin, con repetidos golpes, lanza un postrer gemido y se precipita, arrastrando sus ruinas por las laderas.
Bajo entonces a la ciudad, y guiado por un numen, me abro paso por entre las llamas y los enemigos; delante de mí se apartan los dardos y retroceden las llamas. 
Llegado que hube a los umbrales de la morada paterna, antiguo solar de mis mayores, mi padre, que era el primero a quien yo me proponía llevarme a los altos montes vecinos, y el primero a quien buscaba, se resiste a prolongar su vida después de la destrucción de Troya y a sufrir el destierro.
-Huíd vosotros; exclama; que aun tenéis todo el vigor de la sangre juvenil, y cuyas fuerzas se conservan enteras; huíd vosotros... Por lo que a mí toca, si los dioses quisieran que prolongase mi vida, me hubieran conservado estas moradas; basta y sobra para mí haber presenciado tantos estragos y sobrevivido a la toma de mi ciudad nativa. Dejadme aquí morir y decidme el último adiós; yo mismo sabré darme la muerte con mi propia mano. El enemigo se compadecerá de mí y buscará mis despojos; poco me importa quedar insepulto. Harto tiempo hace ya que odioso a las deidades, arrastro una inútil ancianidad, desde que el padre de los dioses y rey de los hombres sopló en mí con los vientos de su rayo y me tocó con su fuego.
Abstraído en estos recuerdos, mientras nosotros, todos bañados en lágrimas, mi esposa Creúsa, Ascanio y la servidumbre entera, le suplicamos que no nos haga perderlo todo por su causa, ni quiera agravar el peso de nuestro acerbo destino; pero él se niega, y persevera aferrado en su propósito de no moverse de aquellos sitios. Desesperado, lánzome una segunda vez a la pelea, y anhelo la muerte; porque ¿Qué otro arbitrio, qué otro recurso me quedaba?
-¿Y pudiste esperar, ¡oh padre!, exclamé, que huyera, abandonándote? ¿Tan impías palabras pudieron salir de la boca de un padre? Si es voluntad de los dioses que nada quede de una ciudad tan poderosa, y estás decidido a añadir a la perdición de Troya tu perdición y la de los tuyos, abierta tienes la puerta para que perezcamos todos; ahí tienes a Pirro, que sabe inmolar al hijo entre los ojos de su padre, y al padre al pie de los altares. ¿Para esto, ¡Oh divina madre mía!, me libertaste de los dardos y de las llamas, para que viese al enemigo en el corazón de mis hogares, y a Ascanio y a mi padre y a Creúsa con ellos sacrificados en una común matanza? Traedme, escuderos, traedme mis armas; la postrera luz llama a los vencidos. ¡Restituidme a los Griegos, dejadme que vuelva a ver la recrudecida lid; no moriremos hoy todos sin venganza!
Con esto, empuño una segunda vez la espada, embrazo el broquel con la siniestra mano, y ya iba a salir del palacio, cuando en el mismo umbral se me abraza a los pies mi esposa, tendiéndome a nuestro tierno Iulo.
-Si vas a morir, llévanos también contigo adonde quiera que vayas; mas si pones todavía alguna esperanza en el probado esfuerzo de tus armas, empieza por asegurar este palacio. ¿A quién encomiendas la defensa de tu tierno Iulo, de tu padre y de la que en otro tiempo llamabas tu esposa querida?
Con estas voces llenaba todo el palacio la llorosa Creúsa, cuando de súbito se ofrece a nuestra vista una maravillosa visión, y fue que sobre la cabeza de Iulo, entre los brazos y a la vista de sus afligidos padres, alzose una leve llama, que, sin lastimarle con su contacto, blandamente acariciaba sus cabellos y parecía como que tomaba cuerpo alrededor de sus sienes. Despavoridos, nos echamos al punto sobre su encendida cabellera, y rociándola con agua, quisimos apagar aquel fuego milagroso; pero Anquises, lleno de júbilo, alzó los ojos al cielo, y exclamó: -Omnipotente Júpiter, si hay preces que puedan moverte a compasión, vuelve hacia nosotros tus ojos; nada más te pedimos; y si somos dignos de piedad, danos en adelante tu auxilio y confirma estos felices agüeros."
Continuará...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Creo en la libertad de expresión, pero también en la buena educación, si tu mensaje no se atiene a estos dos principios, será eliminado. Gracias.