jueves, 29 de agosto de 2019

LXXV Mi ira y yo


No debo dejar que la ira,
me consuma en su funesta pira,
pero a veces la vida me tira,
ocasionalmente mi alma la respira.
Más sueño con encerrarla,
deseo poder desecharla,
quizás debiera más bien controlarla,
saber como no desatarla.
Quizás sea un intento vano,
pues no soy más que un humano,
con algo de cabello cano.
Pero me parieron para luchar,
me educaron para inspirar,
por lo que no voy a parar de intentar.

martes, 20 de agosto de 2019

Joyas literarias XXII

A continuación incluyo un séptimo fragmento de La Eneída de Virgilio, un poema épico donde se narran las asombrosas aventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico de la enemistad de ambas ciudades:

"Entre tanto en el interior del palacio todo es tumulto y miserables lamentos; resuenan las bóvedas con llorosos alaridos de mujeres, que llegan hasta las fúlgidas estrellas. Despavoridas las madres, vagan por las espaciosas estancias, se abrazan a las puertas y estampan en ellas sus labios. Con su heredado brío arremete Pirro; ni barreras ni las guardias mismas bastan a atajarle el paso; titubean las puertas al continuo empuje del ariete, y caen arrancadas de sus goznes. La fuerza se abre camino, no hay entrada que no se rompa; los Griegos invasores acuchillan a los primeros que se les ponen delante y ocupan con su gente todo el palacio; no con tal violencia se comporta, cuando se desborda, rotos los diques, el espumoso río, y cubre con sus raudales los opuestos collados, se derrama furioso y soberbio en su crecida por los campos, arrastrando en sus olas los ganados con sus rediles. Yo, vi a Neptólemo, ebrio de sangre, y a los dos Atridas en el umbral del palacio; vi a Hécuba y a sus cien nueras y a Príamo en los altares ensangrentando con sacrificios las hogueras que él propio había consagrado. Los cincuenta tálamos de sus hijos, esperanza de una numerosísima prole, los artesones de oro, ricos despojos de los bárbaros, todo es ruinas; lo que no abrasan las llamas es presa de los Griegos.
Pero acaso desearás saber ¡oh Reina! cuál fue la suerte de Príamo. Luego que vio el desastre de su ciudad tomada, los umbrales de su palacio derruidos, y posesionado el enemigo de sus hogares, rodea vanamente el anciano sus trémulos hombros con la desacostumbrada armadura, ciñe la inútil espada y se arroja a morir en medio de la muchedumbre enemiga. 
Había en medio del palacio, bajo la desnuda bóveda del cielo, un gran altar, junto al cual inclinaba sus ramas un antiquísimo laurel, cobijando con su sombra a los dioses penates de la real familia; allí Hécuba y sus hijas, buscando vanamente un refugio alrededor de los altares, semejantes a una bandada de palomas impelidas por negra tempestad, se apiñaban, abrazadas a las imágenes de los dioses. En cuanto Hécuba vio a Príamo cubierto con aquellos atavíos juveniles. -¿Qué insensato frenesí, mísero esposo; le dijo: -Te impele a ceñir esas armas? ¿Adónde te precipitas? No es esta ocasión para tal auxilio ni para tales defensores; ni aun la presencia de mi propio Héctor bastaría para salvarnos. Ven, ven aquí con nosotras, este altar nos protegerá a todos, o a lo menos moriremos juntos.
Dicho esto, atrajo a sí al anciano y le colocó en el sagrado recinto.
He aquí en esto que Polites, uno de los hijos de Príamo, salvado de los estragos de Pirro, va huyendo, herido, por los largos pórticos, en medio de los dardos y de los enemigos, y cruza los ya desiertos atrios, perseguido de cerca por el fogoso Pirro, que ya casi se le echa encima y le acosa con su lanza. Logra, en fin, el mancebo llegar adonde están sus padres, y allí, ante sus ojos, a su vista cae y exhala la vida en raudales de sangre. Entonces Príamo, aunque presa casi ya de la muerte, no pudo contenerse y prorrumpió en iracundas voces: -¡Ah, castiguen los dioses cual mereces tamaño crimen y tales atentados, si hay en el cielo algún numen vengador de las maldades! ¡Ellos te den el digno premio de haberme hecho presenciar la muerte del hijo mío, de haber manchado con su sangre la frente de un padre! No, no se condujo así con su enemigo Príamo aquel Aquiles de quien te mientes hijo, antes bien respetó los pactos y la fe de un suplicante, me devolvió, para que lo sepultara, el cadáver de Héctor y me dejó restituirme a mi palacio.
Dicho esto, disparole el viejo un impotente dardo, incapaz de herirle, que repelido al punto por el sonoro metal, quedó inútilmente suspendido en el centro del combado broquel. Entonces Pirro: -Pues ve tú mismo a contar esto que ves a mi padre Aquiles; refiérele mis tristes proezas, dile que Neptolemo ha degenerado; pero ahora ¡muere!.
Esto diciendo, arrastra hasta el mismo pie del altar al trémulo anciano, cuyos pies resbalan en la abundante sangre de su hijo, y asiéndole del cabello con la mano izquierda, desenvaina con la diestra el refulgente acero y se lo hunde en el costado hasta la empuñadura. Tal fue el fin de Príamo; de esta manera le arrebató el destino, después de haber visto a Troya incendiada y a Pérgamo derruido; así acabó aquel soberbio dominador de tantos pueblos y territorios de Asia. Sus restos yacen ahora insepultos en las playas de Ilión; de aquel gran rey sólo quedan una cabeza separada de los hombros y un cuerpo sin nombre.
Entonces, por primera vez, me sentí penetrado de horror. Quedeme por de pronto sin sentido; luego me asaltó la imagen de mi querido padre, cuando vi a aquel rey, tan anciano como él, exhalar la vida a impulso de crueles heridas; me acordé de mi esposa Creúsa, a quien había dejado abandonada; de que tal vez estarían saqueando mi palacio, y de los peligros que corría mi pequeño Iulo. Miro en torno para ver qué gente me rodea; todos mis compañeros, rendidos, se habían precipitado por las ventanas, o arrojándose, acribillados de heridas en las llamas. "
Continuará...

lunes, 19 de agosto de 2019

Joyas literarias XXI

A continuación incluyo un sexto fragmento de La Eneída de Virgilio, un poema épico donde se narran las aventuras y desventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico de la enemistad de ambas ciudades:

"Ah! ¡En nada hay que fiar cuando los dioses son contrarios! Vemos en esto venir del templo de Minerva, tendido el cabello y casi arrastrada, a la virgen Casandra, hija de Príamo, alzando en vano al cielo sus inflamados ojos; sus ojos nada más, pues llevaba amarradas las tiernas manos. 
No pudo el indignado Corebo soportar aquella vista, y resuelto a morir, se arrojó en medio de los enemigos; seguímosle todos y cerramos de tropel sobre ellos. En esto empieza a caer sobre nosotros desde la alta techumbre del templo, causándonos horrible mortandad, una lluvia de dardos, disparados por nuestra gente, engañada a la vista de nuestros escudos penachos griegos. Ciegos de dolor y rabia por verse arrebatar a Casandra, acuden entonces y nos embisten por todos lados los Griegos, el intrépido Áyax, los dos Atridas y toda la hueste de los Dólopes; no de otra suerte se estrellan en deshecho torbellino los encontrados vientos, el céfiro, el noto y euro, ufano de cabalgar en los caballos de la Aurora; rechinan las selvas, el airado Nereo hace saltar la espuma bajo su tridente y revuelve los mares en sus más profundos abismos. Aun aquellos mismos a quienes sorprendimos a favor de la oscuridad de la noche y dispersamos por toda la ciudad, aparecen de nuevo; ellos los primeros reconocen el engaño de nuestros escudos y nuestras armas, y advierten nuestro lenguaje extraño. Abrumados por la muchedumbre de los contrarios, Corebo el primero sucumbió a manos de Peneleo, junto al altar de la armipotente diosa; también cayó Ripeo, el más justo de los Troyanos; ¡otro fue el sentir de los dioses! Traspasados por sus propios compañeros, perecieron también Hípanis y Dimante; ¡ni a ti, oh Panto alcanzaron a liberarte de la muerte tu eminente piedad ni las sagradas ínfulas de Apolo! ¡Oh, cenizas de Ilión! ¡Oh, postreras llamas de los míos! ¡Sedme testigos de que en vuestra caída no esquivé ni los dardos de los Griegos, ni ninguno de los trances de la guerra, y de que, si mi destino hubiera sido sucumbir, bien lo merecí por mis hechos! En seguida tuvimos que dispersarnos, siguiéndome Ifito y Pelias (Ifito, ya abrumado por los años, y Pelias, a quien apenas dejaba andar una herida que recibió de Ulises), llamados precipitadamente al palacio de Príamo por el gran clamoreo que se oía hacia aquella parte. 
Allí vimos un combate tan porfiado y terrible, cual si sólo allí se pelease y no hubiese víctimas en ningún otro punto de la ciudad; formando con sus escudos trabados una inmensa tortuga, sitiaban los Griegos todas las puertas y pugnaban por escalar los tejados. Enganchando escalas en las paredes, trepan por ellas ante los mismos atrios, guareciéndose de los dardos con los broqueles, sostenidos con la izquierda, mientras con la diestra se asen a las techumbres. Por su parte, los Troyanos demuelen sus torres y los tejados de sus casas, de que sacan proyectiles con que defenderse en aquel desesperado trance, y arrojan sobre el enemigo dorados artesones, magníficos ornamentos de sus mayores; otros, espada en mano, ocupan las puertas bajas y las defienden en apretado tropel; con esto nos alentamos a socorrer el palacio del Rey, a reforzar a sus defensores con nuestra ayuda e infundir ánimo a los vencidos.
Había a espaldas del palacio de Príamo una puerta falsa, por donde se comunicaba a todas
las habitaciones, y por donde la desventurada Andrómaca, en los tiempos en que subsistía nuestro imperio, acostumbraba a pasar sin comitiva a la estancia de sus suegros, llevando al niño Astiánax a que su abuelo lo viese. Por aquella puerta subo al tejado del palacio, desde donde los míseros Teucros lanzaban dardos con omnipotente mano. Alzábase allí, como suspendida en los aires, una alta torre, desde donde Troya solía ir a contemplar las naves de los Griegos y los campamentos aqueos; socavándola en derredor con picos de hierro por las junturas, ya bastante desmoronadas, de los más altos sillares, la arrancamos de sus elevados cimientos y la empujamos, haciéndola derrumbarse de súbito con grande estrépito sobre los Griegos, causando en sus dilatadas huestes horrible estrago; pero otras al punto suceden a aquellas, y sobre ellas llueven entre tanto sin cesar piedras y todo linaje de proyectiles... Delante del vestíbulo, y en el primer umbral, estaba Pirro, lleno de júbilo, resplandeciente con los fulgores metálicos de sus armas: tal se aparece a la luz del día la culebra que, apacentada con hierbas ponzoñosas y entumecida, ocultaba el invierno bajo tierra, cuando, mudada la piel y brillante de juventud, enroscada la tersa espalda, levantando el pecho y erguida al sol, vibra en la boca la trisulca lengua. Juntamente con él, invaden el palacio y arrojan sus teas incendiarias hasta los techos, el corpulento Perifas y Automedonte, escudero y auriga de Aquiles, y toda la juventud esciria. A su frente, Pirro, blandiendo una hacha de dos filos, hace pedazos los duros dinteles, arranca de sus quicios las ferradas puertas, y rajando los robustos robles y haciéndoles astillas, abre una anchísima brecha. Aparecen entonces el interior del palacio y sus dilatadas galerías; aparece la morada de Príamo y de nuestros antiguos reyes, y se ve en el recién abierto portillo gente armada. "

Continuará...

sábado, 17 de agosto de 2019

LXXIV Los dones de los hombres
















Erase una vez un diminuto planeta,
poblado por miles y miles de criaturas,
que vivían en las noches oscuras,
o en los luminosos días sin ninguna treta,
conviviendo entre ellos en cierta armonía,
hasta que llego un sereno día,
en que una nueva raza aparecía,
de vileza tenía el alma repleta,
y ató a la Tierra con sus ligaduras,
para después continuar con sus conjuras,
acabando con aquel que se entrometa,
civilización, colonización, industrialización,
contaminación, extinción, negación, destrucción,
nuestros dones son de la Tierra su condenación.

viernes, 16 de agosto de 2019

LXXIII El honrado pastor soy yo


Lágrimas no lloradas,
hoy mi alma ha derramado,
caminé por cañadas oscuras,
sin ningún pastor que me guiara,
ni vara ni cayado que me sosegará,
y aunque nada temo a las situaciones duras,
en días como este mi ser ha extrañado,
aquellas tan lejanas jornadas,
en que creía en un poder,
en las que amaba a un ser,
que a fuentes tranquilas me conducía
mis fuerzas yo creía que reparaba,
mientras en verdes praderas me recostaba,
más ahora tan solo tengo una guía,
que por el sendero justo trata de llevarme,
intentando no extraviarme,
ese es mi desamparado corazón,
esa son mi conciencia y mi razón.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Joyas literarias XX

A continuación incluyo un quinto fragmento de La Eneída de Virgilio, un poema épico donde se narran las aventuras y desventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico para el antagonismo de ambas ciudades:

"En esto me encuentro con Panto, hijo de Otreo y sacerdote del templo de Febo, que libertado de los dardos enemigos y llevando en sus brazos los ornamentos sagrados, las imágenes de nuestros vencidos dioses y un nietecillo suyo, corría desatentado hacia las puertas de la ciudad.
-¿En qué estado van nuestras cosas, exclamé, oh Panto? ¿Nos queda todavía alguna fortaleza?
A estas palabras replicó, exhalando un gemido: -¡Llegado es ya nuestro último día, llegado es ya el inevitable término de la ciudad dardania! ¡Los Troyanos fuimos, fue Ilión, fue la gran gloria de los Teucros! Fiero Júpiter lo ha transferido todo a Argos; los Dánaos se señorean de nuestra ciudad, incendiada. El colosal caballo, colocado en medio de nuestras murallas, arroja torrentes de guerreros, y Sinón, vencedor e insultante, lleva doquiera el incendio; otros ocupan las puertas, abiertas de par en par, en tan numerosa muchedumbre, cual nunca vino mayor de la poderosa Micenas. Otros cierran con una lluvia de flechas las angostas calles; por todas partes el filo de las espadas y las centelleantes puntas fulminan la muerte; apenas si los primeros centinelas de las puertas prueban a pelear y en medio de las tinieblas resisten en desesperada lid. Arrebatado por estas palabras del hijo de Otreo y por la voluntad de los dioses, me lanzo al incendio y a la pelea, adonde me llaman las tristes Euménides, el crujido de las armas y los clamores que se levantan hasta el cielo. Unense a mí Ripeo y Epito, el más anciano de nuestros guerreros, y guiados por la
claridad de la luna, se nos agregan también Hipanis y Dimante, y el joven Corebo, hijo de Migdon, que por aquellos días acababa de llegar a Troya, abrasado en un inmenso amor a Casandra; considerándose ya como yerno de Príamo, había acudido en auxilio suyo y de los Troyanos. ¡Infeliz, que desoyó los vaticinios de su inspirada amante!... Al verlos aparejados a la lid, les hablé de esta manera: -¡Oh mancebos, corazones fortísimos, pero en vano! Si estáis decididos a seguirme en mi desesperada empresa, ya veis cuál es la situación de nuestras cosas; todos los dioses, por cuyo favor subsistía este imperio, han abandonado sus santuarios y sus altares; vais a acudir en socorro de una ciudad incendiada; muramos, pues, sucumbamos en medio de la pelea. La única salvación para los vencidos es no esperar ninguna.
Con estas palabras inflamé más y más el ánimo de los mancebos. Entonces, como rapaces lobos en negra noche, a quienes hambre horrible arroja rabiosos de sus guaridas, donde los aguardan, secas las fauces, sus abandonados cachorros, por en medio de los dardos y de los enemigos volamos a una muerte segura, dirigiéndonos al centro de la ciudad, rodeados por las tinieblas de la noche. ¡Quién podría narrar dignamente la mortandad y los horrores de aquella noche y ajustar sus lágrimas a tantos desastres! Cayó la antigua ciudad, libre y poderosa por tantos años; por todas partes se ven tendidos cadáveres inertes en las calles, delante de las casas y en los sagrados umbrales de los dioses. Mas no son sólo los Teucros los que derraman su sangre; también a veces renace el valor en el corazón de los vencidos, y sucumben los vencedores Dánaos. Por todas partes lamentos y horror; por todas partes la muerte, bajo innumerables formas.
El primer enemigo que encontramos fue Androgeo, que, acompañado de una muchedumbre de Griegos y creyéndonos de los suyos, nos increpa con estas amistosas palabras: -Daos prisa, compañeros; ¿Cómo os habéis retrasado tanto? ¡Otros están ya saqueando los incendiados palacios de Pérgamo, y vosotros bajáis ahora de las altas naves! 
Dijo; y conociendo al punto, por nuestra ambigua respuesta, que había tropezado con gente enemiga, quedó estupefacto y calló, y retrocedió espantado, semejante al que de improviso pisa una culebra escondida entre ásperos abrojos y de repente retira el pie tembloroso, viendo al reptil alzarse lleno de ira, hinchado el cerúleo cuello; no de otra suerte Androgeo, aterrado al vernos, se disponía a huir. Precipitámonos sobre ellos y los envolvemos con nuestras espadas, haciéndolos sucumbir, validos del terror que los embarga y de su ignorancia del terreno; la fortuna favorece aquella nuestra primera empresa. Alentado Corebo con el triunfo, -¡Oh compañeros!; exclama; sigamos este camino de salvación que por primera vez nos enseña la fortuna, y por el que se nos muestra propicia. Troquemos broqueles y cubrámonos con los arreos de los Griegos; astucia o valor, ¿Qué más da cuando se emplean contra los enemigos? Ellos mismos nos darán armas.
Esto diciendo, cúbrese al punto con el penachudo yelmo de Androgeo, embraza su magnífico escudo y ciñe a su costado la espada argiva; lo mismo hacen Rifeo, el mismo Dimante y toda nuestra entusiasmada juventud, armándose cada cual con algunos recientes despojos. Avanzamos así, mezclados con los Griegos, bajo ajenos auspicios, y trabamos en medio de las tinieblas muchos recios combates, lanzando en ellos al Orco a muchos dánaos. Huyen unos a las naves, buscando un refugio en la playa; otros, con torpe miedo, escalan por segunda vez el monstruoso caballo y se esconden en su conocido seno."

Continuará...

martes, 6 de agosto de 2019

Joyas literarias XIX

A continuación incluyo un cuarto fragmento de La Eneída de Virgilio un poema épico donde se narran las aventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico para el antagonismo de ambas ciudades:

"Consternados con aquel espectáculo, echamos a huir; ellas, sin titubear, se lanzan juntas hacia Laoconte; primero se rodean a los cuerpos de sus dos hijos mancebos y atarazan a dentelladas sus miserables miembros; luego arrebatan al padre, que, armado de un dardo, acudía en su auxilio, y le amarran con grandes ligaduras, y aunque ceñidas ya con dos vueltas sus escamosas espaldas a la mitad de su cuerpo, y con otras dos a su cuello, todavía sobresalen por encima sus cabezas y sus erguidas cervices. El pugna por desatar con ambas manos aquellos nudos, chorreando sangre y negro veneno las vendas de su frente, y eleva a los astros al mismo tiempo horrendos clamores, semejantes al mugido del toro cuando, herido, huye del ara y sacude del cuello la segur asestada con golpe no certero. Luego los dos dragones se escapan, rastreando con dirección al alto templo y alcázar de la cruenta Tritónide, y se esconden bajo los pies y el redondo escudo de la diosa. Nuevas zozobras penetran entonces en nuestros aterrados pechos, y todos se dicen que Laoconte ha merecido su desastre por haber ultrajado la sacra imagen de madera, lanzando contra ella su impía lanza; todos claman también que es preciso llevar al templo la imagen e implorar
el favor de la deidad ofendida. Al punto hacemos una gran brecha en las murallas, abriendo así la ciudad; todos ponen mano a la obra, encajan bajo los pies del caballo ruedas con que se arrastre fácilmente, y le echan al cuello fuertes maromas; así escala nuestros muros la fatal máquina, preñada de guerreros; en torno niños y doncellas van entonando sagrados cánticos, y recreándose a porfía en tocar la cuerda con su mano. Avanza aquella en tanto, y penetra amenazadora hasta el centro de la ciudad. ¡Oh patria, oh Ilión, morada de los dioses! ¡Oh murallas de los Dárdanos, ínclitas en la guerra! Cuatro veces se paró la enemiga máquina en el mismo dintel de la puerta, y cuatro veces se oyó resonar en su vientre un crujido de armas. Avanzamos, no obstante, desatentos y ciegos en nuestro delirio, y colocamos el fatal monstruo en el sagrado alcázar. Entonces también abrió la boca para revelarnos nuestros futuros destinos Casandra, jamás creída de los Troyanos por voluntad de Apolo; y nosotros, infelices, para quienes era aquel el último día, íbamos por la ciudad, ornando con festivas enramadas los templos de los dioses. Gira en tanto el cielo, y la noche se precipita en el Océano, envolviendo en sus dilatadas sombras la tierra y el firmamento y las insidias de los Mirmidones. Esparcidos por la ciudad, quedan en silencio los Troyanos; un profundo letargo se apodera de sus fatigados cuerpos.
Ya la falange de los Argivos se encaminaba desde Ténedos a nuestras conocidas playas en sus bien armadas naves, a favor del silencio y de la protectora luz de la luna, y apenas la real encendió una hoguera en su popa para dar la señal, cuando Sinón, defendido por los hados de los dioses, crueles para nosotros, abre furtivamente a los Griegos encerrados en el vientre del coloso su prisión de madera; devuélvelos al aire libre el ya abierto caballo, y alegres salen del hueco roble, descolgándose por una maroma, los caudillos Tesandro y Esténelo y el cruel Ulises, Acamante, Toas y Neptólemo, nieto de Peleo, y Macaón el primero, y Menelao, y el mismo Epeos, artífice de aquella traidora máquina. Invaden la ciudad, sepultada en el sueño y el vino, matan a los centinelas, abren las puertas, dan entrada a todos sus compañeros, y se unen a las huestes que los esperan para dar el golpe.
Era la hora en que empieza para los dolientes mortales y se difunde por sus cuerpos el primer sopor, dulcísimo don de los dioses, cuando me pareció que veía entre sueños a Héctor en ademán tristísimo, derramando copioso llanto, cual le vi en otro tiempo, arrebatado por un carro de dos caballos manchado de sangre y polvo, arrastrado por los pies, entumecidos con sus ligaduras de correas. ¡Cuál estaba, ay de mí! ¡Cuán distinto de aquel Héctor cuando volvía cubierto con los despojos de Aquiles o después de arrojar las frigias teas a las naves de los Dánaos! Escuálida la barba, cuajados con sangre los cabellos, mostraba aquellas numerosas heridas que recibió en derredor de los patrios muros; entonces me pareció que, llorando yo también, le dirigía el primero estas doloridas palabras:  -¡Oh luz de la ciudad dardania, oh firmísima esperanza de los Teucros! ¿Cómo te tardaste tanto? ¿De qué playas vuelves, ¡oh deseado Héctor! que al fin te vemos, rendidos después de tanta mortandad de los tuyos, después de tantos varios trabajos para la ciudad y sus defensores? Mas ¿cuál indigna causa ha desfigurado tu sereno rostro? ¿Por qué veo en tu cuerpo esas heridas? Nada me responde, ni aun parece atender a mis vanas preguntas; mas exhalando gravemente de lo hondo del pecho un gemido, Huye, ay, ¿oh hijo de una diosa! dice; huye y líbrate de esas llamas. El enemigo ocupa la ciudad. Troya se derrumba desde su alta cumbre. Bastante hemos hecho por la patria y por Príamo; si Pérgamo hubiera podido ser defendido por manos mortales, mi mano la hubiera defendido. Troya te confía sus númenes y penates, toma contigo esos compañeros de sus futuros hados, y busca para ellos nuevas murallas, que fundarás, grandes por fin, después de andar errante mucho tiempo por los mares. Dice, y él mismo con sus manos se lleva la poderosa Vesta y las ínfulas y el eterno fuego que arde en el profundo santuario.
Resuenan en tanto por la ciudad confusos y tristes lamentos, y aunque la morada de mi padre Anquises estaba en lugar retirado y cubierta de árboles, cada vez las voces iban llegando a ella más penetrantes y se oía mejor el horroroso estrépito de las armas. Despiértome sobresaltado, y subiendo al punto a la más alta azotea, me pongo a escuchar con profunda atención, no de otra suerte cuando la llama, impelida por el furioso austro, se precipita sobre las mieses, o cuando un torrente acrecido con los raudales que bajan de los montes arrasa los campos, arrasa los lozanos sembrados, y arrebata el trabajo de los bueyes y las desgajadas selvas, aturdido el pastor escucha el impensado estrago desde la alta cima de un peñasco. Entonces conocí la traición de que éramos víctimas, y vi patente la perfidia de los Dánaos. Ya se había derrumbado a impulso de las llamas el gran palacio de Deífobo; ya estaba ardiendo también el inmediato de Ucalegonte; los dilatados mares de Sigeo se iluminan con los resplandores del incendio. Óyense los clamores de los guerreros y el sonido de las trompetas. Fuera de mi, empuño mis armas, mas de poco sirven ya las armas; mi único pensamiento es volar a la lid y acudir con mis compañeros a la defensa del alcázar; el furor y la ira me arrebatan; sólo anhelo alcanzar, peleando, una honrosa muerte. "
Continuará...

jueves, 1 de agosto de 2019

LXXII El viaje de la vida












Sentado en la estación,
veo el tren de mi vida,
mi alma a veces dolida,
mi casi constante dedicación,
a mi loca pero amada pasión,
veo gente que llega y es recibida,
veo gente que se va y es despedida,
extraña es esa sensación,
que te deja alguna gente,
al por tu vida simplemente pasar,
que te trae el pasado al presente,
que te mueve a tu tiempo dedicar,
a alguien más que a ti simplemente,
y así este tren va hasta su destino llegar,