A continuación incluyo un quinto fragmento de La Eneída de Virgilio, un poema épico donde se narran las aventuras y desventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico para el antagonismo de ambas ciudades:
"En esto me encuentro con Panto, hijo de Otreo y sacerdote del templo de Febo, que libertado de los dardos enemigos y llevando en sus brazos los ornamentos sagrados, las imágenes de nuestros vencidos dioses y un nietecillo suyo, corría desatentado hacia las puertas de la ciudad.
-¿En qué estado van nuestras cosas, exclamé, oh Panto? ¿Nos queda todavía alguna fortaleza?
A estas palabras replicó, exhalando un gemido: -¡Llegado es ya nuestro último día, llegado es ya el inevitable término de la ciudad dardania! ¡Los Troyanos fuimos, fue Ilión, fue la gran gloria de los Teucros! Fiero Júpiter lo ha transferido todo a Argos; los Dánaos se señorean de nuestra ciudad, incendiada. El colosal caballo, colocado en medio de nuestras murallas, arroja torrentes de guerreros, y Sinón, vencedor e insultante, lleva doquiera el incendio; otros ocupan las puertas, abiertas de par en par, en tan numerosa muchedumbre, cual nunca vino mayor de la poderosa Micenas. Otros cierran con una lluvia de flechas las angostas calles; por todas partes el filo de las espadas y las centelleantes puntas fulminan la muerte; apenas si los primeros centinelas de las puertas prueban a pelear y en medio de las tinieblas resisten en desesperada lid. Arrebatado por estas palabras del hijo de Otreo y por la voluntad de los dioses, me lanzo al incendio y a la pelea, adonde me llaman las tristes Euménides, el crujido de las armas y los clamores que se levantan hasta el cielo. Unense a mí Ripeo y Epito, el más anciano de nuestros guerreros, y guiados por la
claridad de la luna, se nos agregan también Hipanis y Dimante, y el joven Corebo, hijo de Migdon, que por aquellos días acababa de llegar a Troya, abrasado en un inmenso amor a Casandra; considerándose ya como yerno de Príamo, había acudido en auxilio suyo y de los Troyanos. ¡Infeliz, que desoyó los vaticinios de su inspirada amante!... Al verlos aparejados a la lid, les hablé de esta manera: -¡Oh mancebos, corazones fortísimos, pero en vano! Si estáis decididos a seguirme en mi desesperada empresa, ya veis cuál es la situación de nuestras cosas; todos los dioses, por cuyo favor subsistía este imperio, han abandonado sus santuarios y sus altares; vais a acudir en socorro de una ciudad incendiada; muramos, pues, sucumbamos en medio de la pelea. La única salvación para los vencidos es no esperar ninguna.-¿En qué estado van nuestras cosas, exclamé, oh Panto? ¿Nos queda todavía alguna fortaleza?
A estas palabras replicó, exhalando un gemido: -¡Llegado es ya nuestro último día, llegado es ya el inevitable término de la ciudad dardania! ¡Los Troyanos fuimos, fue Ilión, fue la gran gloria de los Teucros! Fiero Júpiter lo ha transferido todo a Argos; los Dánaos se señorean de nuestra ciudad, incendiada. El colosal caballo, colocado en medio de nuestras murallas, arroja torrentes de guerreros, y Sinón, vencedor e insultante, lleva doquiera el incendio; otros ocupan las puertas, abiertas de par en par, en tan numerosa muchedumbre, cual nunca vino mayor de la poderosa Micenas. Otros cierran con una lluvia de flechas las angostas calles; por todas partes el filo de las espadas y las centelleantes puntas fulminan la muerte; apenas si los primeros centinelas de las puertas prueban a pelear y en medio de las tinieblas resisten en desesperada lid. Arrebatado por estas palabras del hijo de Otreo y por la voluntad de los dioses, me lanzo al incendio y a la pelea, adonde me llaman las tristes Euménides, el crujido de las armas y los clamores que se levantan hasta el cielo. Unense a mí Ripeo y Epito, el más anciano de nuestros guerreros, y guiados por la
Con estas palabras inflamé más y más el ánimo de los mancebos. Entonces, como rapaces lobos en negra noche, a quienes hambre horrible arroja rabiosos de sus guaridas, donde los aguardan, secas las fauces, sus abandonados cachorros, por en medio de los dardos y de los enemigos volamos a una muerte segura, dirigiéndonos al centro de la ciudad, rodeados por las tinieblas de la noche. ¡Quién podría narrar dignamente la mortandad y los horrores de aquella noche y ajustar sus lágrimas a tantos desastres! Cayó la antigua ciudad, libre y poderosa por tantos años; por todas partes se ven tendidos cadáveres inertes en las calles, delante de las casas y en los sagrados umbrales de los dioses. Mas no son sólo los Teucros los que derraman su sangre; también a veces renace el valor en el corazón de los vencidos, y sucumben los vencedores Dánaos. Por todas partes lamentos y horror; por todas partes la muerte, bajo innumerables formas.
El primer enemigo que encontramos fue Androgeo, que, acompañado de una muchedumbre de Griegos y creyéndonos de los suyos, nos increpa con estas amistosas palabras: -Daos prisa, compañeros; ¿Cómo os habéis retrasado tanto? ¡Otros están ya saqueando los incendiados palacios de Pérgamo, y vosotros bajáis ahora de las altas naves!
Dijo; y conociendo al punto, por nuestra ambigua respuesta, que había tropezado con gente enemiga, quedó estupefacto y calló, y retrocedió espantado, semejante al que de improviso pisa una culebra escondida entre ásperos abrojos y de repente retira el pie tembloroso, viendo al reptil alzarse lleno de ira, hinchado el cerúleo cuello; no de otra suerte Androgeo, aterrado al vernos, se disponía a huir. Precipitámonos sobre ellos y los envolvemos con nuestras espadas, haciéndolos sucumbir, validos del terror que los embarga y de su ignorancia del terreno; la fortuna favorece aquella nuestra primera empresa. Alentado Corebo con el triunfo, -¡Oh compañeros!; exclama; sigamos este camino de salvación que por primera vez nos enseña la fortuna, y por el que se nos muestra propicia. Troquemos broqueles y cubrámonos con los arreos de los Griegos; astucia o valor, ¿Qué más da cuando se emplean contra los enemigos? Ellos mismos nos darán armas.
Esto diciendo, cúbrese al punto con el penachudo yelmo de Androgeo, embraza su magnífico escudo y ciñe a su costado la espada argiva; lo mismo hacen Rifeo, el mismo Dimante y toda nuestra entusiasmada juventud, armándose cada cual con algunos recientes despojos. Avanzamos así, mezclados con los Griegos, bajo ajenos auspicios, y trabamos en medio de las tinieblas muchos recios combates, lanzando en ellos al Orco a muchos dánaos. Huyen unos a las naves, buscando un refugio en la playa; otros, con torpe miedo, escalan por segunda vez el monstruoso caballo y se esconden en su conocido seno."
Continuará...
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