martes, 6 de agosto de 2019

Joyas literarias XIX

A continuación incluyo un cuarto fragmento de La Eneída de Virgilio un poema épico donde se narran las aventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su trágico romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico para el antagonismo de ambas ciudades:

"Consternados con aquel espectáculo, echamos a huir; ellas, sin titubear, se lanzan juntas hacia Laoconte; primero se rodean a los cuerpos de sus dos hijos mancebos y atarazan a dentelladas sus miserables miembros; luego arrebatan al padre, que, armado de un dardo, acudía en su auxilio, y le amarran con grandes ligaduras, y aunque ceñidas ya con dos vueltas sus escamosas espaldas a la mitad de su cuerpo, y con otras dos a su cuello, todavía sobresalen por encima sus cabezas y sus erguidas cervices. El pugna por desatar con ambas manos aquellos nudos, chorreando sangre y negro veneno las vendas de su frente, y eleva a los astros al mismo tiempo horrendos clamores, semejantes al mugido del toro cuando, herido, huye del ara y sacude del cuello la segur asestada con golpe no certero. Luego los dos dragones se escapan, rastreando con dirección al alto templo y alcázar de la cruenta Tritónide, y se esconden bajo los pies y el redondo escudo de la diosa. Nuevas zozobras penetran entonces en nuestros aterrados pechos, y todos se dicen que Laoconte ha merecido su desastre por haber ultrajado la sacra imagen de madera, lanzando contra ella su impía lanza; todos claman también que es preciso llevar al templo la imagen e implorar
el favor de la deidad ofendida. Al punto hacemos una gran brecha en las murallas, abriendo así la ciudad; todos ponen mano a la obra, encajan bajo los pies del caballo ruedas con que se arrastre fácilmente, y le echan al cuello fuertes maromas; así escala nuestros muros la fatal máquina, preñada de guerreros; en torno niños y doncellas van entonando sagrados cánticos, y recreándose a porfía en tocar la cuerda con su mano. Avanza aquella en tanto, y penetra amenazadora hasta el centro de la ciudad. ¡Oh patria, oh Ilión, morada de los dioses! ¡Oh murallas de los Dárdanos, ínclitas en la guerra! Cuatro veces se paró la enemiga máquina en el mismo dintel de la puerta, y cuatro veces se oyó resonar en su vientre un crujido de armas. Avanzamos, no obstante, desatentos y ciegos en nuestro delirio, y colocamos el fatal monstruo en el sagrado alcázar. Entonces también abrió la boca para revelarnos nuestros futuros destinos Casandra, jamás creída de los Troyanos por voluntad de Apolo; y nosotros, infelices, para quienes era aquel el último día, íbamos por la ciudad, ornando con festivas enramadas los templos de los dioses. Gira en tanto el cielo, y la noche se precipita en el Océano, envolviendo en sus dilatadas sombras la tierra y el firmamento y las insidias de los Mirmidones. Esparcidos por la ciudad, quedan en silencio los Troyanos; un profundo letargo se apodera de sus fatigados cuerpos.
Ya la falange de los Argivos se encaminaba desde Ténedos a nuestras conocidas playas en sus bien armadas naves, a favor del silencio y de la protectora luz de la luna, y apenas la real encendió una hoguera en su popa para dar la señal, cuando Sinón, defendido por los hados de los dioses, crueles para nosotros, abre furtivamente a los Griegos encerrados en el vientre del coloso su prisión de madera; devuélvelos al aire libre el ya abierto caballo, y alegres salen del hueco roble, descolgándose por una maroma, los caudillos Tesandro y Esténelo y el cruel Ulises, Acamante, Toas y Neptólemo, nieto de Peleo, y Macaón el primero, y Menelao, y el mismo Epeos, artífice de aquella traidora máquina. Invaden la ciudad, sepultada en el sueño y el vino, matan a los centinelas, abren las puertas, dan entrada a todos sus compañeros, y se unen a las huestes que los esperan para dar el golpe.
Era la hora en que empieza para los dolientes mortales y se difunde por sus cuerpos el primer sopor, dulcísimo don de los dioses, cuando me pareció que veía entre sueños a Héctor en ademán tristísimo, derramando copioso llanto, cual le vi en otro tiempo, arrebatado por un carro de dos caballos manchado de sangre y polvo, arrastrado por los pies, entumecidos con sus ligaduras de correas. ¡Cuál estaba, ay de mí! ¡Cuán distinto de aquel Héctor cuando volvía cubierto con los despojos de Aquiles o después de arrojar las frigias teas a las naves de los Dánaos! Escuálida la barba, cuajados con sangre los cabellos, mostraba aquellas numerosas heridas que recibió en derredor de los patrios muros; entonces me pareció que, llorando yo también, le dirigía el primero estas doloridas palabras:  -¡Oh luz de la ciudad dardania, oh firmísima esperanza de los Teucros! ¿Cómo te tardaste tanto? ¿De qué playas vuelves, ¡oh deseado Héctor! que al fin te vemos, rendidos después de tanta mortandad de los tuyos, después de tantos varios trabajos para la ciudad y sus defensores? Mas ¿cuál indigna causa ha desfigurado tu sereno rostro? ¿Por qué veo en tu cuerpo esas heridas? Nada me responde, ni aun parece atender a mis vanas preguntas; mas exhalando gravemente de lo hondo del pecho un gemido, Huye, ay, ¿oh hijo de una diosa! dice; huye y líbrate de esas llamas. El enemigo ocupa la ciudad. Troya se derrumba desde su alta cumbre. Bastante hemos hecho por la patria y por Príamo; si Pérgamo hubiera podido ser defendido por manos mortales, mi mano la hubiera defendido. Troya te confía sus númenes y penates, toma contigo esos compañeros de sus futuros hados, y busca para ellos nuevas murallas, que fundarás, grandes por fin, después de andar errante mucho tiempo por los mares. Dice, y él mismo con sus manos se lleva la poderosa Vesta y las ínfulas y el eterno fuego que arde en el profundo santuario.
Resuenan en tanto por la ciudad confusos y tristes lamentos, y aunque la morada de mi padre Anquises estaba en lugar retirado y cubierta de árboles, cada vez las voces iban llegando a ella más penetrantes y se oía mejor el horroroso estrépito de las armas. Despiértome sobresaltado, y subiendo al punto a la más alta azotea, me pongo a escuchar con profunda atención, no de otra suerte cuando la llama, impelida por el furioso austro, se precipita sobre las mieses, o cuando un torrente acrecido con los raudales que bajan de los montes arrasa los campos, arrasa los lozanos sembrados, y arrebata el trabajo de los bueyes y las desgajadas selvas, aturdido el pastor escucha el impensado estrago desde la alta cima de un peñasco. Entonces conocí la traición de que éramos víctimas, y vi patente la perfidia de los Dánaos. Ya se había derrumbado a impulso de las llamas el gran palacio de Deífobo; ya estaba ardiendo también el inmediato de Ucalegonte; los dilatados mares de Sigeo se iluminan con los resplandores del incendio. Óyense los clamores de los guerreros y el sonido de las trompetas. Fuera de mi, empuño mis armas, mas de poco sirven ya las armas; mi único pensamiento es volar a la lid y acudir con mis compañeros a la defensa del alcázar; el furor y la ira me arrebatan; sólo anhelo alcanzar, peleando, una honrosa muerte. "
Continuará...

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