A continuación incluyo un segundo fragmento de La Eneída de Virgilio un poema épico donde se narran las aventuras del troyano Eneas desde su huida de su ciudad natal hasta su llegada a Italia y la posterior fundación de la ciudad de Roma, pasando por su romance con Dido, la reina de Cartago, que sería el origen mítico para la enemistad de ambas ciudades:
"Llegan en esto unos pastores troyanos, trayendo maniatado por la espalda, a presencia del Rey, con gran vocerío, un mancebo desconocido, que se les había presentado de improviso para mejor encubrir aquella traza y abrir a los Griegos las puertas de Troya, fiado en su valor e igualmente dispuesto, o a valerse de engaños, o a arrostrar una muerte segura. Por todas partes la juventud troyana, con el afán de verle, se precipita en derredor del preso, insultándole a porfía.
Ve aquí ¡Oh Reina! las traiciones y maldades de los Dánaos, y juzga por esta todas las demás... Turbado, inerme, párase en medio de la muchedumbre, que le contempla, y tiende sus miradas sobre los apiñados Frigios.
-¡Ah! exclama, ¿Qué tierra, qué mares pueden ahora ampararme, o qué me queda ya en fin, mísero de mí? Ya no puedo acogerme entre los Griegos, y además los mismos Troyanos, irritados, piden mi castigo y mi sangre.
Estos lamentos cambian los ánimos y sosiegan todos los ímpetus; le exhortamos a que hable, a que nos diga cuál es su origen, qué se propone, qué confianza le movió a dejarse prender. Depuesto, en fin, el temor, nos habló de esta manera:
-Suceda lo que suceda, voy a confesarte ¡Oh Rey! toda la verdad. No negaré, en primer lugar, que pertenezco al linaje argólico, pues no porque la impía fortuna haya hecho desgraciado a Sinón, ha de hacerle también vano y falaz. Acaso alguna vez habrá llegado a tus oídos el nombre de Palamedes, del linaje de Belo, y su ínclita fama, al cual, inocente, por una falsa delación, y sólo porque se oponía a la guerra, dieron muerte los Griegos, alucinados por un fatal indicio. Ahora, que está privado de la luz del día, le lloran.
A su lado, como su compañero y su pariente cercano, mi padre, que era pobre, me envió aquí desde mis primeros años a ejercitarme en el oficio de las armas, y en los consejos de los reyes, algo de su nombre y de su lustre recayó sobre mí; mas luego que por la envidia del pérfido Ulises (harto notorio es lo que os refiero) desapareció de la mansión de los vivos, empecé a arrastrar una miserable existencia en la oscuridad y el llanto, devorando la indignación que me causaba el desastre de mi inocente amigo. Insensato, no acerté a callar; hice propósito de vengarle si me ayudaba la fortuna, si algún día tornaba vencedor al patrio suelo de Argos, y con mis palabras suscité contra mí violentos odios. Tal fue el origen de mis desgracias; de aquí nació que continuamente me acosase Ulises con nuevas calumnias, de aquí que difundiese por el vulgo contra mí vagos rumores y labrase astutamente mi ruina; y no paró hasta que, auxiliado por Calcas... Pero ¿a qué fin evoco vanamente estos ingratos recuerdos? ¿A qué me detengo? Si tenéis en un mismo concepto a todos los Griegos, bastante habéis oído ya; acabad pronto conmigo. Eso desea el rey de Ítaca, y con grandes mercedes os lo pagarán los Atridas.
A su lado, como su compañero y su pariente cercano, mi padre, que era pobre, me envió aquí desde mis primeros años a ejercitarme en el oficio de las armas, y en los consejos de los reyes, algo de su nombre y de su lustre recayó sobre mí; mas luego que por la envidia del pérfido Ulises (harto notorio es lo que os refiero) desapareció de la mansión de los vivos, empecé a arrastrar una miserable existencia en la oscuridad y el llanto, devorando la indignación que me causaba el desastre de mi inocente amigo. Insensato, no acerté a callar; hice propósito de vengarle si me ayudaba la fortuna, si algún día tornaba vencedor al patrio suelo de Argos, y con mis palabras suscité contra mí violentos odios. Tal fue el origen de mis desgracias; de aquí nació que continuamente me acosase Ulises con nuevas calumnias, de aquí que difundiese por el vulgo contra mí vagos rumores y labrase astutamente mi ruina; y no paró hasta que, auxiliado por Calcas... Pero ¿a qué fin evoco vanamente estos ingratos recuerdos? ¿A qué me detengo? Si tenéis en un mismo concepto a todos los Griegos, bastante habéis oído ya; acabad pronto conmigo. Eso desea el rey de Ítaca, y con grandes mercedes os lo pagarán los Atridas.
Avívase con esto nuestro afán por averiguar los motivos de aquellos sucesos, sin sospechar las maldades y artificios de que es capaz la perfidia griega.
El prosiguió así, aparentando pavura: -Muchas veces los Griegos, cansados de tan larga guerra, desearon levantar el sitio de Troya y volverse a su patria. ¡Ojalá lo hubiesen hecho! Muchas veces recios temporales les cerraron el camino del mar, y el austro los aterró en su emprendida fuga; principalmente cuando se acabó de labrar con trabados maderos de alerce este caballo, todo el firmamento estalló en estrepitosos aguaceros. Suspensos con aquel prodigio, enviamos a Euripilo sin pérdida de momento a consultar los oráculos de Febo, y he aquí la triste respuesta que nos trajo del santuario: -Con sangre ¡oh Griegos! e inmolando una virgen aplacasteis los vientos cuando por primera vez vinisteis a las playas de Ilión; ¡Con sangre habéis de obtener el regreso y sacrificando a un Griego! Cuando cundió este oráculo por la multitud, fue general la consternación y un helado espanto corrió por los huesos de todos. ¿A quien designan los hados? ¿Cuál es la víctima que reclama Apolo? En esto se presenta el rey de Ítaca en medio de la muchedumbre, trayendo con gran tumulto al adivino Calcas, y le insta a que declare la voluntad de los dioses; ya muchos anunciaban la cruel perfidia tramada contra mí, y sin decírmelo preveían lo que me iba a suceder. Por
espacio de diez días guardó silencio, resistiéndose a denunciar a alguno de palabra y destinarlo a la muerte, hasta que, acosado en fin por los grandes clamores del Ítaco, rompió a hablar según lo pactado con él, y me designó para el sacrificio. Todos asintieron, viendo con gusto convertirse en la perdición de un infeliz la desgracia que cada cual temía para sí. Ya era llegado el infando día; ya se preparaban para mí el sacrificio y las saladas ofrendas, y me ceñían con ínfulas las sienes, cuando, lo confieso, me sustraje a la muerte y rompí mis ligaduras, y a favor de la oscuridad de la noche, me escondí entre las algas de un cenagoso lago mientras daban la vela, si por ventura llegaban a darla; y ya no me queda esperanza alguna de ver mi antigua patria, ni a mis dulces hijos, ni a mi queridísimo padre, en quienes acaso los Griegos vengarán mi fuga, haciendo a aquellos infelices expiar esta culpa con la muerte. Así, ¡oh Rey! Por los dioses, sabedores de la verdad con que te hablo, por la inmaculada fe, si aun queda alguna que lo sea en los mortales, te ruego que te compadezcas de tantas desventuras, que te apiades de un hombre a quien persigue una desgracia inmerecida."
Continuará...
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