"Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado a su marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo apenas contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija», decía en la carta, «y que la eduques en consecuencia. La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te remitiré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra».
Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más bonita que había visto jamás y que incluso entonces ya mostraba signos de poseer un carácter amable y cariñoso. Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan.
[..]
—Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían imposibles y no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transmutarse y que el elixir de la vida es solo una quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas solo para escarbar en la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados a escudriñar en el microscopio o en el crisol, en realidad han conseguido milagros. Penetran en los recónditos escondrijos de la Naturaleza y muestran cómo opera en esos lugares secretos. Han ascendido a los cielos y han descubierto cómo circula la sangre y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido nuevos y casi ilimitados poderes: pueden dominar los truenos del cielo, simular un terremoto, e incluso imitar el mundo invisible con sus propias sombras.
Salí de allí encantado con este profesor y su lección, y lo visité aquella misma tarde. En privado, sus modales eran incluso más amables y afectuosos que en público. Porque había una cierta dignidad en sus gestos durante sus clases que se tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa. Escuchó con atención mi pequeña historia referente a los estudios y sonrió cuando pronuncié los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el desprecio que el señor Krempe había mostrado. Dijo que «los
Continuará...
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